jueves, 6 de septiembre de 2012

El fin


Caminaba por la playa en solitario, ya no podía ser de otra forma. Miraba el horizonte y se podía ver el mar encerrándome el camino, con una gran bruma que parecía quererme llevar. Todo empezó una tarde de verano, en el que mi madre me daría  a luz. No sabría ella que iniciaría el principio del fin. Me pregunto en este momento que es lo que me ha llevado a acabarlos. En realidad esa no había sido mi intención, jamás pude predecir semejante reacción. Los científicos ya nos habían alertado sobre los problemas de los cambios climáticos, y hablaban de la posible extinción de la raza humana. Cuando me ponía a pensar en el fin del mundo me imaginaba una guerra nuclear. Siempre imaginé a algún desequilibrado activando el botón del fin, casi sin pensar en las consecuencias. Nunca pensé que de alguna forma yo sería quien apretara el botón. Caminar sólo me hace preguntarme una y otra vez que fue lo que hice. Tan poco sentido tiene todo. Es demasiado tarde para pararse a pensar, seguí mi vida de modo que nunca supe que era lo que realmente quería. Por otro lado escribo, y no se a quien lo hago, creo que escribo con la esperanza de que exista otro tipo de vida inteligente en el universo y con el fin de prevenirlos, vaya a ser que les pase lo mismo.
Me llamo Ernesto, creo que resulta algo irónico el nombre. Él, Guevara, quería liberar a los pueblos, yo, hice lo opuesto. Siempre me gustó llevar la contra, creo que en última instancia es culpa de mi madre este final, ella puso en mi nombre un destino a contradecir.  
De chico fui algo sumiso, pero nunca me gustó esta posición. Creo que ese rechazo desató mi obsesión por el poder. En última instancia quería estar lo más lejos posible de aquella sumisión y puse a todo el mundo bajo mi mando. Costó, pero sin saberlo y sin quererlo fui poniendo a uno tras otro bajo mis pies, hasta que el poder se convirtió en un objetivo en sí mismo. No creo haber sido conciente del lugar que ocupaba, pero a medida que alcanzaba la cima el rechazo hacia la libertad se hacía más presente. Hizo falta aislarlos, para que no se sientan capaces.  A los más resistentes fue preciso eliminarlos. Durante un tiempo creí haber logrado mi cometido, por algunos años tuve al mundo subordinado. Pero las ansias por la libertad los llevó a rebelarse una y otra vez. Grupos insurrectos aparecieron por doquier. No hubo más remedio que aniquilarlos. La libertad es una enfermedad que no se cura, una vez que se desata no hay forma de frenarla. La política entonces fue eliminar el problema.
Para erradicar el problema, la ciencia hizo su aparición. La inyección tenía un efecto simple, lograba inhibir a las personas al momento de rebelarse a mi autoridad. Claro que nadie en su sano juicio se hubiera aplicado la inyección. Fue necesario llevar a cabo un plan para poner a la humanidad, finalmente, de rodillas.
Lo primero fue fabricar el producto a gran escala. Una vez puesta en marcha la fabricación, era primordial acallar a todos aquellos que supieran. Los científicos a cargo de la investigación fueron desapareciendo uno por uno, generando un gran desconcierto. La sociedad y los diarios repartían culpas entre el estado y terroristas. Nosotros incentivamos un poco la idea terrorista ayudando al desconcierto que por entonces nos era favorable. Pero hacer desaparecer a los científicos no era suficiente. Si bien la información con la que actuaban era clasificada, no muchos logran mantenerse callados. No resistían y hablaban de más en las cenas familiares o en reuniones con amigos. Ellos, los más cercanos, desaparecieron también. El jefe de inteligencia, Rafael, estuvo a cargo de toda la operación. Le fue precisado no dejar rastros siquiera dentro de las fuerzas. Rafael eliminó a todos aquellos que participaron y eran un peligro potencial, encargándose del último personalmente. Tuvimos una cena para festejar nuestro triunfo mientras germinaba la parte más importante del plan. Claro que finalizado el banquete acabé personalmente con Rafael, no confío en nadie más que en mí.
Pocas semanas después la gran noticia vino a acabar con los rumores que se tejían sobre las desapariciones. La pandemia instaló rápidamente el terror en la sociedad. Los medios de comunicación fueron nuestros grandes aliados. Compramos a los más importantes a cambio de favores para que incentiven el tema y de esa forma tapar el problema de los desaparecidos. Pero las ventas ayudaron tanto como nuestro pequeño incentivo. El terror es una noticia que vale millones. Desde que se prendía la radio en la mañana, se leía el diario o se apaga la televisión se repetía el peligro de la Gripe A y los miles de muertos que causaba. La sociedad entró en pánico y el estado tuvo que salir al rescate. La producción se había hecho a una escala suficiente para inhibir a todas las personas del planeta. Finalmente lo había logrado, todos los seres humanos respondían a mi voz. Todos, eran prisioneros.
El comportamiento comenzó a ser más rutinario. La calle se tornó un paisaje más deprimente que el acostumbre. Caminaban por las calles con la cabeza gacha, sabían, sin saberlo, que algo esencial les había sido arrebatado. Los veía intentar contradecir lo que les imponía, pero sólo abrían la boca y quedaban boquiabiertos como si se quedasen sin voz. Y ante la falta de palabras venía la impotencia, que los deprimía. Y así siguieron los últimos meses, caminando con los ojos abiertos, que no veían, llorando sin sentido. Aun así no lo pude predecir.
Todo se desencadenó el día que festejaba otro aniversario de mi llegada al poder. La orden había sido que concurrieran a la plaza aquellos que vivían por la ciudad y que lo siguiesen por televisión los que no vivían en la misma. A pesar de la resistencia, el inhibidor actuaba en consecuencia. Todas las personas del planeta, sin excepción, vivieron el momento. Un hombre de unos 45 años con bigote se acercó con un revolver a unos pocos metros de mi figura. Yo lo vi, era una persona que se había dejado. Yo lo vi, dentro de sus ojos. Dentro, no había nada. Tomó el arma, la dirigió hacia su sien y me miró. Las lágrimas cristalizaron sus ojos. Por primera vez en años no pude hablar. No pude detenerlo. Todo el planeta vio ese acto. Todos, siguieron sus pasos. No pude detenerlo a él, tampoco a ellos. En pocos minutos la humanidad entera había decidido ser libre.               
Aun hoy sigo viendo la cara de ese primer hombre que casualmente se llamaba Ernesto. Recuerdo aquello que vi dentro de sus ojos y sé que él hoy ve lo mismo en mis ojos. Pero él fue el primero. Yo fui el último.

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